El Tijeretazo Político
Joaquin Bojorges
En el corazón de Campeche se fragua una silenciosa amenaza contra la libertad de expresión que podría marcar un antes y un después en el periodismo mexicano. Bajo el pretexto de combatir la ’incitación al odio’, el Poder Judicial vinculó a proceso al periodista Jorge Luis González Valdés y al representante legal de Organización Editorial del Sureste. A ambos se les impuso, además, la prohibición de ejercer el periodismo y de emitir críticas hacia la gobernadora Layda Sansores y su gabinete. La mordaza, esta vez, llega disfrazada de justicia.
Lo que a simple vista podría parecer un acto aislado, adquiere un cariz mucho más inquietante cuando se lo coloca en el contexto regional e internacional. En México ya hemos presenciado maniobras similares: desde la Ley Sheinbaum, que busca centralizar las telecomunicaciones en manos del Ejecutivo, hasta los vacíos legales que permiten criminalizar el ejercicio periodístico mediante figuras penales ambiguas. Pero Campeche da un paso más: convierte la crítica en delito y el cuestionamiento en ’odio’.
Un espejo incómodo: el comparativo internacional
Esta tendencia no es nueva ni exclusiva. En Venezuela, la Ley contra el Odio (2017) ha sido utilizada para clausurar medios, censurar redes sociales y encarcelar periodistas. En Nicaragua, leyes como la de Ciberdelitos (2020) y la de Agentes Extranjeros han servido para judicializar la opinión crítica y desmantelar la prensa independiente. En Hungría, Viktor Orbán reformó el sistema mediático para colocar a la mayoría de los medios bajo control estatal o de aliados empresariales, lo cual consolidó la autocensura.
En contraste, en democracias sólidas como Canadá o Alemania, aunque existen normas que regulan el discurso de odio, estas operan con altos estándares de prueba, intervención judicial independiente y protecciones explícitas a la libertad de prensa. El principio de proporcionalidad y el interés público prevalecen sobre cualquier intento de silenciar disenso legítimo.
Campeche, por tanto, se alinea más con los modelos autoritarios, donde el poder recurre al sistema judicial para blindarse de la crítica y castigar al disidente. El discurso político se convierte en un campo minado: decir lo que se piensa puede costar el trabajo, la libertad o el patrimonio.
La resistencia civil: un antídoto ciudadano
En este panorama, la sociedad civil se convierte en el dique de contención. Redes periodísticas que replican contenidos censurados, litigios impulsados por organizaciones como Artículo 19, campañas digitales que visibilizan la represión, protestas simbólicas y educación mediática son algunos de los mecanismos con que la ciudadanía responde a la mordaza. Porque más allá del periodista afectado, lo que está en juego es el derecho colectivo a estar informados y a disentir sin miedo.
Campeche no es una anomalía, es una advertencia. Y frente a ella, la respuesta no puede ser el silencio. Defender el derecho a pensar, a cuestionar y a expresarse es una tarea colectiva e inaplazable. Si callan a un periodista hoy, mañana podrían callarnos a todos.