La Venus de los perversos CAPITULO IX


Por: Magda Bello. Premio internacional de poesía Rubén Darío 2018.

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La Venus de los perversos
CAPITULO IX
Literatura
Octubre 26, 2020 12:14 hrs.
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La Venus de los perversos
CAPITULO IX

Por: Magda Bello. Premio internacional de poesía Rubén Darío 2018.

- En mi añorada niñez conocí a un pintor veneciano, solía sentarse frente a la Basílica de San Marcos, sosteniendo con sus manos una tabla y entre sus dedos carboncillo, le llamaban Jacopo. Cada tarde en la Piazzeta, recogía sus lienzos, vio en mí esa mirada anhelosa, poseedora de hábiles pintores, por fin me llevarían a la práctica, a su afamado taller. No, más que un laboratorio de colores, fue para mí, el colosal Olimpo donde los pinceles gobernaban a los mortales, ¿quién era yo?, para estar junto a Gentile Belllini, Giovanni el menor de los hermanos que con su estilo sensual, colorido, matizaba el óleo claro de secado lento, ricos en sombras, detallando paisajes con reflejos nocturnos. Jacopo como un Zeus presumía a su diestra a Giorgione y Tiziano.

A su muerte hubo entre sus hijos alguna que otra disputa. Había de recordar las murmuraciones malintencionadas del pueblo, alegaban que el menor de ellos, no era hijo del finado. Esto lo confirmé cuando Giovanni me confesó que no recibió heredad alguna de su padre, conformándose tan solo con su apellido.

Acontecidos veintiocho años de su muerte, me encontraba como siempre en la calle del Rialto avispando lucecillas rojas, esto es catar damiselas; Lucca le llama, pecado oculto. No lo niego, habia perdido la entereza al oficio del matrimonio, arrastrado hacia el mar de la lujuria, el Ponte delle Tette (Puente de los Pechos) en el Rio Terà delle Carampane, en ese lugar como vicio infernal acudía a los cuerpos apetitosos de suculentas jóvenes. Cortesanas de fuego que se abalanzaban y apretujaban sus pechos ya sea grandes o pequeños daba igual, solo deseaba sentirlas, lamerlas, gozarlas. Para entonces bajo ley mostraban sus pechos además de ser un trabajo lucrativo, era imposición del ducado en su lucha, contra las prácticas sexuales entre hombres. En aquel antro de maldades, vi a duques, consejeros, arzobispos, todos pagando por sodomía, estos al mismo tiempo se reunían cada semana para debatir hipócritamente el futuro de las cortesanas de fuego a las que a menudo eran quemadas borrando sus ignominias. Entre ellas una joven alemana con el sobrenombre de Silvana Terracotta, prendía a los hombres con sus llamativos ojos azules, tan intenso como el mismo demonio. La detuvieron con la excusa que subyugaba a sus clientes con tan solo mirarlos, tanto así, que la colgaron con los ojos vendados.
Ellos mismos recibían ganancias de los impuestos de las cortesanas y, aun así, les regulaban con mano de hierro sus labores sexuales. Fueron condicionados sus derechos desde no poseer el permiso de ir a las tabernas hasta no caminar por Venecia los días sábados, sino les costaría la pena de azotes y excesivas multas pecuniarias. Aunque había mujeres influyentes con alto nivel de educación que gozaban de ciertos privilegios sociales gracias a sus amistades del lecho profano.

Esa noche el demonio de lujuria me atormentó, no era la excepción, exasperado me acerqué a una joven esquelética, de pómulos coloridos, trasero respingado, sus senos cabían en una sola mano. La repudiaba más que al mismo infierno. A pesar de ello, preguntaba por sus nombres
- ¿Cómo te llamas?
- Soy una mercancía, no acostumbro revelar mis antecedentes a los clientes- respondió cubriéndose el rostro con su larga cabellera.
- Si voy a pagar por una mercancía es razonable conocer el producto. - insistí.

Soltó su corsé, apretuje desesperado, arrinconándola hacia las escaleras y cuenta abajo donde había mujeres con mujeres y varios hombres ejerciendo el veleidoso arte de la sodomía. Sentí repulsión cuando sus manos tocaban mi hombro invitándome a venirme con ellas.

La joven con tal naturalidad se carcajeaba haciendo el sexo a plena luz, no niego, me excitaba preguntarle ¿Has sucumbido al lecho con ellas?
- El placer no tiene nombre, por cierto, el gran pintor de Venecia debería de guardar sus lienzos, y no llevarlos consigo a estas cuevas infernales. No hace mucho posé desnuda para Tiziano fue una experiencia agradable, es un hombre gentil que además de no hacer preguntas descorteces me ayudó a desvestirme con delicadeza. - Me respondió

- ¿Quizá mi buen amigo Tiziano no le apetecen las mujeres? - agregué
- ¿Insinúas que el gran pintor, desea a los hombres? - me contestó abrumada.
- La próxima vez te desvestiré con la gentileza que se merece una dama. Me jaló de un brazo, me llevó hasta una lóbrega habitación, lo vergonzoso estaba por suceder; había pliegos de pergaminos regados por todas partes, en cuanto leí el primero, supe que eran escritos de mí pluma. Mi naturaleza carnal estaba bajo juicio de conciencia ¿Cómo es posible que condene a la iglesia por su corrupción, mientras me revolcaba con el pecado a plena luz? Era indudable que aquella joven habia estudiado los tratados y por su manera de expresarse tan exquisita, apetecía no solo a poseerla sino también a disfrutar su conversación. Poco común en esa estrecha sociedad con las mujeres. Nuevamente se desnudó, buscaba mis labios, no logré dominar mis instintos y penetré su vagina cuantas veces quise, ella, tendida en aquel camastro de hierro, durmió conmigo toda la noche; amanecimos abrazados, pero cuando sentí su calor tuve miedo a enamorarme, me levanté con el pretexto de mil tareas en el día, y como suele suceder, nunca más nos volvimos a ver.

Exhausto, aseveraba que Atilio estaba en casa, en realidad no había llegado. Los perros aullaban más de lo habitual, hasta que escuché golpear a la puerta con premura, asustado, temblaba de frío. ¡Oh Dios mío! ¿Qué os sucede? ¿Por qué tanta turbación? Me confesó que había sucumbido al lecho de aquella madona, que tuvo un coito ininterrumpido que duró toda la noche y con lujo de detalles describió su hazaña libidinosa:
- ’Estaba íngrimo elaborando los colores de mi obra, cuando se presentó ante mí, descotada. Como el cielo sin nubes, se abrió de par en par, me invitó a gustar de su exquisitez, era un bosque delineado su vagina, estaba asustado, cuando de pronto apretujó con lujuria mi enorme falo. No solo eso amigo Ubaldo, no aguantó más, llamó a su sirvienta, la desnudo, pidiéndome la gozara; Le respondí que no tenía valor, no era lo correcto, que recordará que por mí una vez la golpeó; ¿y ahora me pide que la goce? Me tenían arrinconado, descubrieron sus apoteósicas tetas, ellas lo habían planeado.
Antes me dio a beber una infusión, canela con hongos silvestres, aquello, me hizo explotar de intemperancia que tuve sexo con las dos al mismo tiempo, las hice estallar de goce hasta que terminé la faena. Como verás Ubaldo estoy agonizando, esas mujeres me robaron todo el aliento, siento desmayar.

Atilio cedía al libertinaje que le ofrecía Madame Bridgette y no solo con ella sino con toda su servidumbre. Aquel palacio en la isla de Burano se convirtió en la covacha de impudicias.
Sigo con la incertidumbre de presenciar el convite pagano en honor a esa mujer, asumo un mal presentimiento al mismo tiempo me consume la curiosidad, todavía restan un par de semanas.
Confieso que recibí de Madame Bridgette cientos de invitaciones para unirme a sus orgias. Nunca respondí a su llamado, ha llegado a insinuar, que soy afeminado, por no compartir sus noches despilfarradas. Espero que Atilio recapacite, de lo contrario no llegará muy lejos y lo consumirá el pecado secándole los huesos.
Atilio a diario relataba sus aventurillas con mujeres de la alta sociedad florentina, se atrevió a comer carne de cerdo, prohibido por la ley mosaica. Prefiero carne blanca ya sea de pato o de pavo preparado al risotto con ternera o bacalao mantecado ¿pero cerdo? No me interesa, sabrá Dios, sea hasta carne de caballo. Consideré irracional la actuación de Atilio, así que escribí un tratado aseverando que nadie se escaparía del juicio final preparado para todos los hombres de la tierra.


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